La crisis del último consenso ortodoxo de la teoría social contemporánea

Carlos Belvedere es un sociólogo argentino que escribió un trabajo forense alrededor del último paradigma dominante en ciencias sociales: constata el cadáver teóricamente putrefacto de la Santa Trinidad de la Teoría Social Contemporánea. Giddens, Bourdieu, Habermas. Belvedere abre el cuerpo discursivo de esta teoría y arremete con la objetividad de su escalpelo crítico-fenomenológico para dar cuenta del origen de la enfermedad terminal, la causa que infecta al discurso y lo corroe, desde adentro, hasta gestarle una gangrena imposible de curar. Se trata del diagnóstico del dualismo de este último, reciente, consenso ortodoxo: Giddens tematiza la dualidad de la estructura mostrando que ésta no solo constriñe sino que también posibilita la libertad de los agentes; Bourdieu quiere superar el dualismo de acción y estructura exponiendo la dualidad del habitus en tanto “estructuras estructuradas estructurantes”; Habermas elabora un concepto dual de sociedad articulando el mundo de la vida y el sistema social mostrando sus dependencias, articulaciones y distancias. Todos ellos parten de una crítica del dualismo — las llamadas “teorías subjetivistas” y “teorías objetivistas” — para producir una teoría ecléctica que combina esas teorías presentándose a sí misma como “superación” tanto del subjetivismo como del objetivismo. Pero se trata de la superación aparente de una falsa dicotomía.

La operación retórica fundamental que analiza Belvedere en cada uno de estos autores es observar cómo se las han ingeniado para distribuir las teorías anteriores a sus producciones en dos cajas: la objetivista y la subjetivista. Armando, con los elementos teóricos de esas cajas, un conveniente muñeco de trapo contra el cual discurren articulando una narrativa a la cual confluyen extremando las perspectivas, tergiversándolas, conduciéndolas a fanatismos bajo los cuales sus autores más característicos no pueden ser reconocidos. ¿A quién se le puede ocurrir clasificar de “subjetivista” al inventor de una categoría como “instituciones totales”? La contraposición “sociología objetivista” y “sociología subjetivista” es un invento de esta Santísima Trinidad que, al no querer, poder, saber vérselas con el asunto de la trascendentalidad del sujeto[1] decide unilateralmente hacer metáfora, esto es: sustituir la problemática trascendental por una dualidad estructural. Esta sustitución es la metáfora del mal que hace síntoma: la podredumbre del paradigma emergiendo a la superficie. Así, por ejemplo, Bourdieu se las arregla para concebir unas condiciones objetivas que producen al habitus y un habitus que produce condiciones objetivas: una objetividad que engendra objetividad. Puesto que ha suprimido la objetivación trascendental del sujeto debe llenar ese agujero metafísico con la propia esfera mundana, indiferenciando ambos registros: un querer dar cuenta de la objetividad sin metafísica del sujeto. De este modo, se quiebra la relación entre filosofía (metafísica) y sociología (las condiciones presentes del pensamiento en el horizonte del mundo). Como muy bien expone Belvedere: perdiendo el principal legado de la fenomenología de Husserl; la crítica al dualismo. Allá vamos.

Belvedere nos dirá que la Teoría Social Contemporánea es, ella misma, objetivista. Este “objetivismo realmente existente” produce un discurso profesoral cínico en las cátedras universitarias que habilita al docente a gozar al estudiante con anécdotas variopintas que buscan ilustrar cómo su destino no tiene nada de misterioso, ni de propio, ni de valioso, dado que las decisiones ya han sido hechas por nosotros gracias a ese automatismo impersonal — el habitus — que nos hace querer lo inevitable. Posición de autoridad que, desde Comte, asegura la negación de la constitución subjetiva de lo objetivo mediante una imagen del pensamiento que traduce la impotencia política (práctica) para la transformación de la realidad como impotencia hermenéutica (teórica) para dar cuenta de la génesis de las estructuras dominantes. En este sentido, la crítica que la escuela fenomenológica trae al paradigma de la Santísima Trinidad es muy útil a un marxismo heterodoxo que vuelva a poner sobre la mesa los términos del deseo de revolución, como diría Tomás Abraham, y el deseo de teoría (ya estamos algo aburridos de las “teorías del deseo”).

Así como para la fenomenología el origen del dualismo es el olvido del mundo de la vida como fundamento del pensar, para nosotros el origen de la separación (spaltung) y enajenación de las estructuras objetivas respecto del fundamento subjetivo es el olvido del valor, del trabajo, del humano, tanto de su trabajo psíquico (fabricante de ideas, sueños, concepto, etc.) como del trabajo productivo de valores mercantiles (fabricantes del mercado mundial). Pero esto lo veremos más adelante, con el siguiente adelanto: olvidar al humano como (fuerza de) trabajo y al trabajo como fundamento es lo que habilita las distopías seriales acerca del “fin del trabajo” sin cuestionar el tipo de trabajo al que se hace referencia, ni al sistema en el que se objetiva esa forma del valor. Observemos la crítica fenomenológica de esos extremos del pensamiento (“subjetivismo” y “objetivismo”) en la dirección a una crítica de la cibernética.

¿Qué niega el objetivismo al negar al sujeto? Niega al propio cuerpo como fundamento del pensar. Nos quita la base del sufrimiento del mundo para hacer de éste un “mundo en sí” que funciona con prescindencia de nosotros; quimera del sistema auto engendrado. ¿Y qué es este “sistema auto engendrado del cual carecemos de experiencia”? Nada más que una idea, en el sentido de Kant, que hace delirar a nuestra razón con infinitos[2] (infinito de amores, consumo, dinero virtual, etc.). Por eso, la comunicación autorreproductiva, tal cual aparece en la obra de Luhmann, no es nada más que una idea. Y una idea de la dominación, por cierto. Se trata de una obra que produce una idealización de la sociedad sustituyendo la materialidad de su producción (subjetiva-objetiva) por la abstracción lógica de un sistema cerrado. Así, al mismo tiempo que descubre la potencia de la comunicación de la sociedad: encubre su origen productivo en una mistificación cibernética de las condiciones existenciales. Dicho en palabras de Husserl: un logicismo que menta una totalidad independiente sin sujeto. ¿Qué niega el subjetivismo al negar la exterioridad del mundo? Niega la mutua pertenencia entre sujeto y objeto. Niega la alteridad del pensar, la capacidad del pensamiento de alcanzar su otredad (aquello que constituirá subjetivamente como objeto), de asir, de dar cuenta de lo otro que el pensamiento, cegando la apertura del sujeto a estar fuera de sí. Dicho de otro modo: el acceso auténtico al proceso de producción de la objetividad (sin “objetivismo”) no es otra cosa que recuperar a la subjetividad constituyente (no al “subjetivismo”) del mundo:

Luego, sin sujeto no hay objeto. Bueno sería entonces que, admitiendo esto, la teoría social abandonase el terreno de las dicotomías estériles para volver a encontrar el lazo profundo entre estos términos, que no por repetidos persistentemente han logrado fructificar la comprensión de lo social. Creemos que la recuperación de la idea fenomenológica de “correlación” bien podría mostrarnos bajo una nueva luz no solo la objetividad — rescatada del objetivismo — sino también la subjetividad — arrancada del subjetivismo y puesta como fundamento último, absoluto; como el suelo reconquistado de toda certeza — . Bien diríamos, al terminar, que la salvaguarda de la objetividad nos ha reconducido hacia la subjetividad, en tanto su fundamento[3].

Estamos de acuerdo con Belvedere en el diagnóstico sobre la decadencia de la teoría social y en la búsqueda de un fundamento para la sociología. Salvo que nosotros no pensamos la recuperación de la objetividad — el fundamento[4] — desde una teoría fenomenológica de la conciencia intencional, sino desde una teoría económica del valor en tanto actividad del ser genérico del humano, esto es, como producción material de la totalidad real que abstraemos como sociedad en la teoría.

Y allí donde la fenomenología identifica una “correlación sujeto-objeto”: nosotros, desde el materialismo moderno, indagamos en las formas sociales de la enajenación objetiva de la fuerza del trabajo en tanto origen subjetivo de la injusticia.

La carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, cada vez con menos estudiantes y presencia en la vida cultural, tecnológica y política del país.

El presente fragmento forma parte del ensayo “Bajos los restos del proletariado”, publicado en el número 7 de la Revista Cultural digital “Espectros”. En formato e-book Amazon.

[1] No hay objetivación sin acta notarial de un sujeto: no hay objetividad sin subjetividad. El concepto de trascendentalidad del sujeto es el de un algo que no es nada y que, no obstante, obra, produce. En él, en la actividad universal y necesaria del espíritu, se oculta el trabajo social: la producción material humana, la sociedad. Esta sujeto trascendental que obra, que es universal, (lugar que se identifica en el lenguaje), experimenta lo particular. Es lo más abstracto y, sin embargo, lo más real en tanto fuerza modeladora de la experiencia. Una vez que se sale del círculo de la filosofía de la identidad, la trascendentalidad del sujeto se descifra como la sociedad inconsciente de sí misma: la producción deseante (Deleuze) La trascendentalidad del sujeto es el puro trabajo proyectado como origen de la objetividad del objeto. Lo cual quiere decir que el trabajo de este sujeto que se trasciende a sí mismo en la historia es actividad: es trabajo social que supone un material previo, dado. Sobre esto dadoprevio, sabemos gracias a la receptividad, a la sensibilidad, esto es, mediante el modo en que somos afectados. Este material que nos afecta, no obstante, no es inmediato. No es un “dato inmediato”. Está ya subjetivamente mediado. En términos materialistas: es el trabajo de generaciones de generaciones de muertos. La abstracción de lo dado de todo trabajo subjetivo, de toda trascendentalidad del sujeto, no es otra cosa que un indeterminado, puramente abstracto, afuera del tiempo y del espacio. Lo que queda al final de este ejercicio mental de sustracción es un puro “yo pienso”. Lo que Kant llamaba: apercepción trascendental.

[2] La cibernética aplicada al mejoramiento del humano es lo que se llama transhumanismo. Este “mejoramiento” no se limita a ser correctivo o restaurativo (corregir funciones lesionadas, restaurar órganos dañados) ni tampoco se reduce a reestablecer una función disminuida (fortalecer la memoria) dado que no se limita a buscar la cura del humano sino la prolongación de la vida, la mejora tecnológica de la existencia del ser humano: una potenciación no limitada por la necesidad de curar. En la medicina clásica, con la cura se termina la intervención. Aquí sucede, exactamente, al revés: la cura de la enfermedad limita el poder de intervención biopolítica del capital. No hay nada de mejora natural en esto. Se trata de una experimentación sobre lo viviente en la dirección de una derrota tecnológica de los límites biológicos. Para decirlo con una semántica anacrónica: para cumplir los objetivos culturales del neoliberalismo (el hombre empresa) hay que transformar el cuerpo mediante el transhumanismo de las corporaciones en tanto ideología oficial del poder.

[3] Carlos Belvedere, El discurso del dualismo en la teoría social contemporánea: una crítica fenomenológica, Eudeba, Buenos Aires, 2012, páginas 137–138.

[4] Para nosotros la carencia de un fundamento en una teoría no produce una “imagen dogmática del pensamiento” sino una teoría débil, desarraigada, que pulula por el saber del mismo modo que Internet, esto es, desplazándose por la información, empezando siempre de nuevo, como si nada hubiera sido ya pensado por la tradición, como si solo existiera un presente absoluto; el falso presente de la comunicación sin sujeto, sin historicidad, sin raíces.

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