Paciencia y estudio: el oficio del leer y escribir

La quietud, la lentitud, del propio cuerpo es lo exigido por la lectura. Sea en pantallas, sea en libros, esos “viejos artefactos del humanismo”. Es un hábito de autoencierro necesario, una disciplina de sí. La concentración de la atención —posibilidad misma del aprendizaje— tanto para la lectura como para la escucha es una condición corporal de posibilidad de la experiencia: el quedarse quieto, la focalización en un elemento abstraído del contexto vivencial hace posible la imaginación trascendental y su idea. El desconectar los dispositivos tecnológicos, la temporal abstracción del entorno, no es huida o aislamiento. Es un detenimiento que nos abre a una mayor profundidad en nuestra sensibilidad y entendimiento en cuanto experiencia racional, discursiva, sintética del mundo. La dependencia a los dispositivos tecnológicos es una atención paradójica: un atender que no atiende, no fija, no comprende. Equivale a lo contrario del proceso de lectura.

¿Qué es leer como retorno a la meditación contra la barbarie digital?

Es leer profundamente. Incluso, a pocos autores. Leer pocas obras, pero en ellas saber seleccionar, escoger, rumiar unos pensamientos para asimilarlos, aprehenderlos, robarlos. Se trata de descubrir, mediante el rodeo de la alteridad del pensamiento, lo que pensamos. Es también reunión y conversación con los amigxs sobre el sentido y el significado de los textos: los clásicos en la cerveza en un bar, el bar en el pensamiento como diálogo con el otro. Un culto de la amistad, como olvido del egoísmo, al decir de Scalabrini. El estudio del lector conoce las obras de unos autores, fundamentalmente, los medita, ejercita. Se entrena en ellos. Es pensar intensamente hasta hacerse con un sentido oculto. Que no es “un abismo”, sino una manifestación capilar: ¡lo tenía en frente de mis ojos y no lo veía, pero ahí estaba! Es la exclamación de la interpretación que apresa un cachito de real mediante el trabajo del concepto. Esa lectura que, finalmente, empieza a leer; es el ver autoconsciente: lo visto es ya producción del lector. Es la razón que afirma la objetividad de la verdad en el juicio de un sujeto que produce, que forma, que constituye la experiencia posible. Ejercicio de apropiación de un pensamiento, de un texto. También es reconstrucción de sus ruinas y diálogo con los muertos. No para repetirlos sino para establecer un lugar: el de ellos, el nuestro, su diferencia. Incluye hacer con el texto una identificación; juego del pensamiento en el sujeto para producir una modificación de la conducta, una voluntad de estilo[1], profundización de un concepto o creación de una experiencia alternativa. Una modificación del sujeto por el propio movimiento del pensar[2], del discurso que lo contiene, exponiéndolo a riesgos, pruebas, produciendo estados: un punto de llegada del cual nada sabíamos en el inicio: una escritura. Leer es, entonces, hacerse de proposiciones de orígenes diferentes para solidificarlas, fundirlas, en una trama sólida de reglas y método propio: la lectura busca la escritura como la fundición desde donde los distintos textos se transmutan en aprendizaje, práctica y enseñanza.

Así, la escritura corta la lectura; la interrumpe, la condensa, la reescribe, para que vuelva a fluir. El estudio del lector es máquina deseante: todos sus objetos (lápices, escritorio, libros, fichas) son escenario, montaje, espacio para la creatividad: la teoría como un volver a leer lo mismo para leer diferente. Y fluye hacia el otro. Los lectores se vuelven rara avis; ponen sus lecturas propias a disposición, como valor de uso, de otros lectores. Pasado el tiempo, las reactivan para sí mismos. Escuchar, leer, escribir: prácticas de la sensibilidad predigital, analógica, que deben ser conservadas ante la devastación cibernética del sujeto y su filosofía. El resultado es la reconquista de la conversación; el sentido de la enseñanza. ¿Qué otra cosa es la docencia que un diálogo junto a los estudiantes sobre la propia ignorancia? Pensamos la palabra del docente (su “posición simbólica”) no como aquella que se dirige al maestro de la conciencia, sino al deseo del lector, al que ya existe, al que queremos producir. La tarea exclusiva del docente es producir lectores desde su ser lector, desde su propio deseo de lectura/escritura. Coincide con el suelo nutricio de la filosofía en cuanto conversación con los amigos de los sabios. Estén vivos o muertos. ¿Tareas? ¿Hoja de ruta práctica en el norte de cuidar la crianza del humano? ¿Qué es un lector?

Un lector es un docente de sí mismo; un autodidacta. Lleva un tatuaje de Sarmiento, viste una remera de los Die Toten Hosen, discute la formación docente con los sindicatos. Hace uso de los textos, comparte lecturas, podcast educativo con los pibes. Una escuela es un emergente en el ovillo de la tela de las relaciones sociales. Como toda institución social es una “condición condicionada condicionante”. No puede, desde sí y por sí, resolver nada. Por ejemplo, la miseria económica, las internas con los otros docentes, las infinitas demandas y delegaciones de la familia irresponsable y cómoda, las exigencias hipócritas de las máquinas electorales de la política profesional y sus deditos en alto… toda esa gomosa y militante ofensiva a escupitajos contra las aulas que tan bien analizaron Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani en sus “Mitomanías de la educación argentina”. La lengua ocupa un lugar fundamental en esta época de “Matemáticas de destrucción masiva”, decir de Cathy O’ Neill. La lengua es disfrute y juego; celebración traducida a trabajo áulico. Los pibes aman la carne de la lengua. Su juego, su rap, su trap, mueven el cuerpo combinando sonidos y descripción social: los pibes jamás han olvidado que ella es también actividad física, sensualidad, cuerpo, goce oral. Los docentes más lúcidos saben leer en la música un hilo conductor hacia los textos y la metrópolis: Javier Martínez como educador. Nada mejor que acceder a la gramática mediante el baile o a la filosofía a través de la danza. Escuchar en esas “batallas de gallos” el deseo de identidad y la necesidad del otro para que ésta sea posible: la lucha por distintas miradas del mundo. Y esto no solo es bueno: es lo que hace posible ganarse a sí mismo. Volvamos a la cuestión educativa en la época cibernética.

¿Qué es lo que hay que enseñar? Justamente, lo imposible de transmitir: el estilo. Estudiar es estar lo suficientemente enajenado en el pensamiento de los otros para acceder al propio. Leer lo que circula e interpretar lo que aparece, ante mis ojos: ni es leer ni es pensar. Es, simplemente, ser en el mundo. Leer y estudiar imponen un segundo tiempo, cierto elogio de la lentitud[3]. Se trata de un diálogo con el cúmulo de interpretaciones; esa doble hermenéutica de la que hablaba Anthony Giddens. La escuela es el lugar donde la ciencia social informa sus hallazgos, modifica comportamientos, la formación docente corre paralela al deseo de estudio. Éste deseo solo puede circular si el campo de batalla (cansancio del docente y pereza del alumno) está bien preparado por la voluntad de guerra del educador: sus ganas de estudiar. Estudiar es leer auténticamente. Es leer con un lápiz, hacer fichas, subrayar las ideas principales, revisar bibliografía. Fundamentalmente, es leer polémicamente: ¿contra quién se escribe? Una cultura pelea con otra. No se pueden digerir absolutamente. Siempre existe un goce no subsumible a la identidad cultural; el otro nos asombra y también nos resulta insoportable. Por eso, conversamos con los textos. Esta conversación es una conversación entre vivos y muertos, una conversación solitaria. No se puede leer en grupo[4]. En el grupo se comparte una lectura, se discute lo leído, se lleva lo ya elaborado, nos llevamos argumentos y pensamientos para trabajarlo en soledad. Esto no es aislamiento sino voluntad de silencio y escucha. Leer, en este sentido, constituye una cura, un cuidado, respecto de la sumersión en la no lectura de la conectividad[5]. En este contexto, donde el leer se produce como esfuerzo y placer por la derrota de sucesivos obstáculos (físicos y mentales): el docente de sí mismo adquiere legitimidad. Afirma su ignorancia como curiosidad, su deseo contagia: siempre insatisfecho.

En este marco, hacer uso del arsenal digital, de las IA, de las realidades aumentadas y virtuales, no solo es correcto, sino que enriquece la curiosidad. No la mata, la aviva, la vuelve “no viral”, sino vital. Leer es como dicen lxs feministas: “deconstruirse”. No se puede leer sin cuestionar la identidad y su aburrimiento. Tampoco se puede leer sin “deconstruir a los deconstruccionistas”. Estudiar no es una cuestión meramente cognitiva. Es ética deseante para la consciencia histórica. La lectura nos involucra tanto, es tan personal, que no puede sino resultar en el fundamento del estilo. Huella de Jorge Luis Borges como maestro, pedagogo. Borges inicia al lector: lo produce desde su amor por la literatura. ¿Cómo?

Señala por dónde seguir. La escuela es eso: señalar lo que se ama. Aprehenderlo, desplegarlo, compartirlo, recrearlo, una y otra vez, en su diferencia.

Provincia de Buenos Aires, enero de 2024


[1] Trabajamos esta cuestión inspirados en el genial Harold Bloom en Lectura y personalidad: notas sobre la voluntad de estilo, Revista Espectros, Año 5, Número 6. Disponible en: [https://espectros.com.ar/numero-6-lectura-y-personalidad-nota-sobre-la-voluntad-de-estilo-por-leonardo-fabian-sai/]

[2] El cerebro no tiene “disco duro”. Cuando aprendemos algo nuevo cambia el “soft” y el “hard” del cerebro. El conocimiento cambia a la neurona misma; el esfuerzo cognitivo modifica estructuralmente al cerebro. Quiere decir, ni más ni menos, que percibimos el mundo de otro modo. Éste aparece más diferenciado, más especificado. En este sentido, la lectura es la potencia del cerebro; el cerebro: la materia viva del concepto.

[3] Mariana Chendo ha escrito un hermoso ensayo sobre este asunto a propósito de René Lavand y la sociedad del aprendizaje, Revista Espectros, Año 4, Número 5. Disponible en: [https://espectros.com.ar/numero-5-rene-lavand-contra-la-learning-society-por-una-pedagogia-de-la-lentificacion-por-mariana-chendo/]

[4] El conocimiento no es una “construcción colectiva” (como suelen agitar los chauvinistas de la inclusión social cuando quieren sonar “doctos” y “democráticos”) sino subjetiva. Lo cual, precisamente: no es lo mismo.

[5] ¿Y las noticias falsas? Tomar una noticia, analizarla a partir de cinco o seis sitios distintos, ejercitar lo dicho/no-dicho en cada uno de ellos. Inocular la duda, el contexto, la mirada del otro, ante la imagen del mundo que me presentan las pantallas y sus recorridos digitales narcisistas. La llamada “posverdad” no es ni siquiera un concepto y la tradición occidental de la verdad objetiva tiene más de dos mil años pensando contra el relativismo moral y epistemológico.

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